En cierta ocasión un navarro cambió el mojón de Irumugata de un lugar a otro: al morir, vagaba por las proximidades de Irumugata gritando:
Mojón de Irumugata,
Perdición de mi alma.
¡Dónde dejarte! ¡Dónde dejarte!
Y de repente otro navarro le contestó: déjalo en el lugar del que lo sacaste. Desde entonces ya no se oye nada.